Santa
Escolástica, Virgen (10 de febrero)
Santa
Escolástica, Virgen
Santa Escolástica, hermana de San Benito, nació en
el territorio de Nursia, del ducado de Espoleto en Umbría, de una de las casas
más nobles de Italia. Así ella como su santo hermano fueron recibidos en el
mundo como una especie de milagroso don, con que el cielo le regalaba; porque,
habiendo vivido sus padres muchos años en matrimonio sin tener hijos, al fin
con oraciones y limosnas alcanzaron estos dos grandes modelos de la perfección
religiosa.
Criaron a Escolástica con todo aquel desvelo que se
podía esperar de una madre tan piadosa como la condesa de Nursia. Persuadida
esta virtuosísima señora que las primeras impresiones de los niños influyen
mucho en lo restante de su vida, se aplicó principalmente a inspirar desde
luego en su tierna hija aquellas grandes dictámenes de religión, aquel gran
menosprecio de todas las vanidades, aquella grande estimación de las máximas
del Evangelio, en cuyo ejercicio halló únicamente todo su gusto y todas sus
delicias.
Las santas inclinaciones de Escolástica, su
devoción anticipada, su docilidad y su modestia hicieron conocer presto a su
madre que el cielo se la había prestado no más que como depósito, y que
ciertamente la tenía el Señor escogida para esposa suya.
Con efecto, declarándose desde luego
enemiga de aquellos entretenimientos pueriles y de aquellas ligeras
diversiones, que casi nacen con los niños, no había para Escolástica otro
entretenimiento de más gusto que hacer oración a Dios y oír con suma docilidad
las prudentes y saludables instrucciones de su virtuosa madre.
Era tenida Escolástica por una de las damas más
hermosas de su tiempo. Su calidad, y los ricos bienes que había heredado con
el retiro de su hermano y con la muerte de sus padres, la hicieron ser
pretendida de los mayores señores de toda Italia; pero mucho antes había
renunciado a las lisonjeras esperanzas del mundo, consagrándose a Dios desde
su infancia con voto de perpetua castidad.
No obstante de ser de un genio vivo, espirituoso y
brillante, de un natural dulce y amigo de complacer, de un aire garboso, despejado,
capaz de arrebatarse las admiraciones y los aplausos, toda su inclinación era
al retiro. Para ella no tenían las galas particular atractivo, las miraba con
indiferencia y aun con desprecio. Se la había imprimido altamente en el alma la
importante lección que muchas veces repetía su buena madre, conviene a saber:
que los adornos postizos, por ricos y brillantes que fuesen, no eran capaces de
dar un grado de mérito; que el mayor y más apreciable elogio de una doncella
era el poderse decir de ella con verdad que era modesta y piadosa.
Nacida con tan bellas disposiciones para la virtud,
criada con máximas tan cristianas, y nutrida en los más santos ejercicios de la
caridad y de la devoción, hacía Escolástica maravillosos progresos en el camino
del cielo, siendo en el mundo el ejemplo y admiración de las más santas
doncellas, cuando se supo en la familia el partido que había abrazado San
Benito, y las maravillas que ya se contaban de él en toda la universal Iglesia.
A nadie edificó más ni movió tanto la generosa
resolución de su hermano como a nuestra piadosísima Escolástica, que, después
de la muerte de sus padres, vivía aún con mayor recogimiento en el retiro de su
casa. Considerando que la perfección evangélica que profesaba San Benito,
igualmente se proponía a todos los cristianos; que no era ella menos interesada
que él en trabajar eficazmente en el negocio importante de su eterna salvación,
y en tomar todas las medidas para ser una gran santa, distribuyó sus bienes
entre los pobres, y acompañada únicamente de una criada de su confianza, partió
en secreto en busca de su hermano.
Había algunos años que San Benito, dejando el
desierto de Subiaco, después de echar por tierra los ídolos y abolir el
paganismo en el monte Casino, había fundado aquel célebre monasterio, que fue
como la cuna monástica en el Occidente, y como el seminario de aquel prodigioso
número de santos que pueblan el cielo, y son brillante inmortal honor de la
militante Iglesia.
Teniendo noticia San Benito que ya estaba cerca su
santa hermana, salió de la celda; y temiendo que traspasase los límites que
había señalado, fuera de los cuales no había permiso para entrar mujer alguna,
de cualquier condición que fuese, se adelantó a recibirla, acompañado de
algunos monjes, y habló con ella fuera de la clausura.
Fácil es de imaginar cual sería la primera
conversación de aquellas dos santas almas, prevenidas desde la cuna con las
más dulces bendiciones del cielo, y abrasadas ambas con el fuego del divino
amor. San Benito confió a su hermana parte de las gracias y de las maravillas
con que Dios le había favorecido; y Escolástica le correspondió a San Benito
declarándole los extraordinarios favores con que el Señor la había colmado.
Mientras los dos santos hermanos se estaban
dulcemente entreteniendo con las misericordias que habían recibido del Señor,
es fama que se vieron coronados de una luz resplandeciente, y que se sintieron
penetrados de una gracia interior que obró grandes cosas en sus almas, dándoles
a conocer los intentos de la Divina Providencia, que destinaba a uno y a otra
para que trabajasen sin intermisión en la salvación y en la perfección de las
personas que determinaba confiar a su cuidado. Durante estas celestiales
operaciones declaró Santa Escolástica a su hermano el ánimo que tenía de pasar
lo restante de su vida en una soledad no distante de la suya, suplicándole
quisiese ser su padre espiritual, y prescribirla las reglas que había de observar
para el gobierno y aprovechamiento de su alma.
Consintió en ello San Benito, porque ya el cielo le
había revelado la vocación de su hermana; y habiendo hecho fabricar una celda
no lejos del monasterio para ella y para su criada, les dio, poco más o menos,
las mismas reglas que había dispuesto para sus monjes.
La fama de la eminente santidad de esta nueva
fundadora atrajo desde luego un gran número de doncellas que, entregándose a su
gobierno y al de San Benito, se obligaron como ella a guardar la misma regla.
Se puede hacer juicio de la soledad, del fervor, y
de la austera vida de esta ilustre colonia de esposas de Jesucristo por el
prodigioso número de grandes santas que dio al cielo este admirable instituto,
siendo Santa Escolástica y sus compañeras los primeros modelos que tuvieron en
la tierra.
Ocupadas únicamente en el cuidado de agradar a Dios, olvidaron bien presto hasta la memoria de las criaturas. Su ordinario ejercicio de día y de noche era la oración; el silencio era perpetuo; el ayuno poco interrumpido; celda, muebles, comida y vestido, todo respiraba pobreza evangélica y penitencia.
Tal fue el nacimiento y el origen de aquella célebre Orden tan dichosamente extendida, que llegó a contar hasta catorce mil monasterios de vírgenes propagadas por todo el Occidente; habiéndose visto con admiración tantas ilustres princesas venir a sepultar bajo la oscuridad de un velo los más brillantes esplendores del mundo; y viéndose cada día tantas nobilísimas doncellas, distinguidas por su elevado nacimiento y por el conjunto de sus singulares prendas que, a ejemplo de Santa Escolástica, prefieren la cruz de Jesucristo al aparente lustre y engañoso fausto mundano, y a los más halagüeños tentadores gustos de la vida.
Habiendo recibido Santa Escolástica la regla para
vivir, que la dio su hermano San Benito, todo su pensamiento y toda su ocupación
en adelante fue dar todo el lleno a la alta idea de perfección a que era
llamada. Aunque su vida hasta entonces había sido austera y penitente, dobló
sus rigores; apenas interrumpía jamás el recogimiento interior, y su oración
era continua. La tierna devoción que desde la cuna había profesado siempre a la
Reina de las vírgenes creció a lo sumo; hallando nuevo aliento en la dulce
confianza de esta amabilísima Madre, se encendió con tanta vehemencia el fuego
del amor a Dios, que apenas podía contener los divinos ardores que la
abrasaban.
Nunca hizo voto de clausura; y con todo eso, la
guardó siempre con la mayor estrechez. Sólo se reservó el derecho de ir una vez
al año a visitar a San Benito, así para darle cuenta de su comunidad y de lo
particular de su alma, como para recibir sus órdenes y aprovecharse de sus
consejos. No quería permitir San Benito que llegase hasta su monasterio, y así
salía él mismo a recibirla acompañado de algún monje a un sitio perteneciente
al mismo monasterio, y no distante de él. Allí concurrían los dos santos como
dos ciudadanos del cielo, forasteros en la tierra, entreteniéndose únicamente
en las cosas divinas, y ayudándose recíprocamente a perfeccionarse en los caminos
del Señor.
Noticiosa nuestra Santa, según todas las señas, del
día de su muerte, vino a hacer su última visita anual a su santo hermano.
Después de haber cantado los salmos y de haber conversado, como lo
acostumbraban, sobre varias materias de piedad, se despidió San Benito para
restituirse al monasterio; pero la Santa le rogó tuviese a bien detenerse hasta
el día siguiente, para lograr el consuelo de hablar más despacio sobre la
bienaventuranza de la vida eterna. Benito se lo negó resueltamente, y entonces,
bajando un poco la cabeza nuestra Escolástica y apoyándola sobre las manos, se
recogió interiormente haciendo una breve oración. Apenas la acabó, cuando el
aire, que estaba claro, sereno y despejado, se turbó de repente. Se formó una
tempestad de relámpagos y truenos, acompañados de una lluvia tan copiosa, que
no fue posible ni a Benito, ni a los monjes que le acompañaban, salir para
volverse al monasterio. Se quejó el Santo amorosamente a su hermana; pero ella
se justificó con que lo hacía el cielo en defensa de su razón y de su causa.
San Gregorio, que refiere este suceso, representa una grande idea de la virtud
y del mérito de Santa Escolástica, resolviendo que la victoria en aquella
piadosa contestación se declaró por la que tenía un amor a Dios más perfecto y
más fuerte.
Habiéndose restituido nuestra Santa el día
siguiente por la mañana al lugar de su retiro, murió con la muerte de los
justos tres días después.
En el instante en que expiró se hallaba solo San Benito en su acostumbrada contemplación; y levantando los ojos, dice San Gregorio, vio el alma de su santa hermana volar al cielo en figura de una cándida paloma. Inundado de alegría a vista de la dicha que gozaba su amada Escolástica, dio parte a sus discípulos, y todos rindieron al Señor humildes y devotas gracias. Envió después algunos monjes, para que condujesen el santo cuerpo a Monte Casino; pero fue preciso conceder a sus hijas el justo consuelo de tributar las últimas horas a su buena madre por espacio de tres días, después de los cuales se trasladó aquel precioso tesoro a la iglesia del monasterio, y San Benito la hizo enterrar en la sepultura que tenía destinada para sí. Murió Santa Escolástica, por los años del Señor de 543, cerca de los sesenta y tres de su edad.
Estuvo el cuerpo de la Santa en Monte Casino hasta
la mitad del siglo VII, en que, habiendo arruinado los longobardos aquel famoso
monasterio, fueron trasladadas a Mans las preciosas reliquias, donde son
honradas con extraordinaria devoción. El año de 1562 se apoderaron los
hugonotes (herejes calvinistas franceses) de la ciudad de Mans, mataron
inhumanamente a los sacerdotes, pusieron fuego a las iglesias, profanaron los
vasos sagrados, llevaron las arcas, cajas y relicarios preciosos donde estaban
colocadas las reliquias, o depositados los cuerpos santos, después de sacar
éstos y aquéllas, arrojándolas por el suelo; y cuando iban a ejecutar lo mismo
con las de Santa Escolástica para quemarlas, se apoderó de ellos un terror
pánico, que los obligó a huir precipitadamente, sin descubrirse el motivo; lo
que se atribuyó generalmente a su poderosa y singular protección, y no
contribuyó poco a aumentar la devoción de los pueblos.
Propósitos
1. Es la pureza una virtud tan
delicada, que no puede estar expuesta por mucho tiempo sin peligro. El retiro
la guarda, la modestia la conserva, y la frugalidad la nutre. Es aquel lirio
que sólo crece en los valles; es aquella rosa a quien defienden las espinas; es
aquella preciosa tierna flor que con un leve soplo se marchita. ¿Qué cuidados
no merece? ¿Qué precauciones no son menester tomar? ¿Quieres conservar este
tesoro? Pues no le expongas demasiado. Los grandes concursos del mundo, las
diversiones, los espectáculos profanos, son los famosos escollos de la
inocencia y de la castidad. Esta virtud nunca cría canas en el bullicio del
mundo; ni aun se deja ver en él sino para perecer. El pudor y la circunspección
son como las murallas de la pureza. La menor brecha que se abra en ellas
arruina la plaza. ¿Quieres, pues, guardar esta preciosa y delicada virtud?
Pues observa inviolablemente las leyes siguientes. Primera: sé modesto escrupulosamente, y jamás te
dispenses en esta ley con cualquier pretexto que sea, solo o acompañado, en
particular o en público, guarda todas las reglas de la más exacta modestia.
Del bienaventurado San Luis Gonzaga se refiere que aun desde niño fue tan
extremadamente delicado en esta virtud, especialmente cuando se vestía o desnudaba,
que asistiéndole siempre gran número de criados, ninguno de ellos le vio jamás
ni aun la punta del pie desnudo. Segunda: aunque la
extravagancia de las modas tenga el día de hoy tanto imperio sobre el espíritu
y sobre el corazón de los mundanos, guárdate bien de seguir las que pueden
vulnerar la modestia cristiana. Tercera: la desnudez de las pinturas es un veneno sutil, que
entra por los ojos y penetra hasta el corazón. No toleres en tu casa pintura
alguna indecente. Examina bien todos los retratos; registra hoy mismo
cuidadosamente todos los cuadros, y aunque sean del mayor precio, aunque sean
originales, o arrójalos al fuego, o haz cubrir prontamente todo lo que puede
ofender a la modestia. De otra manera, ni tú puedes lícitamente retenerlos, ni
dárselos a otro sin pecar. [Nota: sobre este punto bien se puede tomar en cuenta
los programas de televisión, las películas, o videos en internet, p. ej.,
YouTube, que tengan imágenes o escenas de inmodestia. Por supuesto ningún
católico debería ver, promover o subir tales videos indecentes]. Cuarta: todo libro que trata de galanteos es
pernicioso. Todas esas novelas, todos esos cuentos, todas esas cartas, todas
esas poesías, todos esos romances amorosos, son enemigos mortales de la
inocencia y de la castidad. Mira con todo cuidado si se hallan algunos en tu
casa [o virtualmente en tu computadora o cualquier otro sitio], ora sean tuyos
ora sean ajenos, entrégalos al fuego antes que se pase este día [o borrarlos
permanentemente si se trata virtualmente]. ¡Qué crueldad tan impía es dejar que
pase a manos de otros lo que puede perderlos y condenarlos!
2. No basta desviar de ti ni apartarte
tú de todo lo que pueda lastimar la pureza: es menester cultivar con cuidado
todo lo que la nutre, todo lo que la perfecciona. Primero: el vicio contrario a esta virtud es el vicio
ordinario de las almas orgullosas y soberbias; sé manso, sé apacible, sé
humilde, y conservarás puro el corazón. Segundo: la
castidad es una virtud tan preciosa, tan necesaria a todo género de personas,
que incesantemente se debe estar pidiendo a Dios nos la conceda. Haz todos los
días alguna oración particular para conseguirla, como, por ejemplo, la
siguiente:
“Dadme, ¡oh Señor de la pureza!, dadme gracia para
conservar toda mi vida esta preciosa virtud. Haced que arregle de suerte mi
imaginación, que tenga tan a raya mis sentidos, que me desvíe con tanto cuidado
de todas las ocasiones, que mire con tanto horror todo lo que pueda manchar mi
cuerpo y mi alma; en fin, que en este punto tenga una conciencia tan delicada,
que nada, nada pueda tiznar en mí esta virtud inestimable”.
3. Profesa una particular devoción a la
Reina de las vírgenes. María es Madre de la pureza y concede infaliblemente
esta virtud a los que la aman con ternura y la sirven con fidelidad.
[Recomendamos el rezo cotidiano del Santo Rosario con sus 20 misterios todos los días
como una perfecta devoción a la Santísima Virgen María para alcanzar cualquier
gracia que necesitemos].
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del
libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del
padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano
por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús.
Publicado en el siglo XIX.